R U I D O.
"Se miraron un segundo
Como dos desconocidos
(...)
Ella quiso barcos y él no supo qué pescar
Y al final números rojos
En la cueva del olvido,
Y hubo tanto ruido
Que al final llegó el final" - J.Sabina.
Sentí que se me fue un cachito de vida en
aquel abrazo.
¿Habéis leído alguna vez todas esas
teorías, textos o incluso poemas acerca del tiempo?
¿Sobre lo absolutamente inmaterial e
intangible que es?
Esa dualidad entre la inevitable
existencia del mismo, tal y como lo vivimos día a día y a la vez el hecho de
que solo es un concepto sin forma ni color, aparte de las manecillas de un
reloj cualquiera.
¿Cómo sabes cuando es la última vez que
vas a ver a una persona y si lo supieses qué harías? – Eso decía uno de los
monólogos de la obra de teatro que hemos interpretado este año.
Y a mi siempre se me removía algo por
dentro del estomago o quizás del corazón.
Porque claro, hay personas con las que
las despedidas no se conciben.
Hay personas a las que jamás querríamos
decir adiós.
Hay personas que se van por injustos
accidentes de la vida.
Hay personas que desaparecen sin avisar,
tal y como llegaron.
Otras, que por el contrario avisan,
aunque en mis propias carnes viví eso de que quién dice que se va, es porque
realmente no quiere hacerlo.
Yo misma fui de esas.
Yo misma avisé de mi despedida tantas veces
solo para poder escuchar un : “No te vayas” de la boca que quería.
Avisé tantas veces para que me agarrasen
de una vez por todas y me gritasen bien alto: “No te suelto.”
Pero la respuesta que obtuve fue un
silencio. A veces, un: “No te sueltes.”
Y entenderéis todos la diferencia.
-No te sueltes- Es una petición. Una licencia para hacerlo
porque no supongo algo tan importante como para que tú lo lo evites si yo lo
decido.
-No te suelto- Es una realidad. Es una
acción.
Y mientras sigue el tic tac del reloj
avanzando.
El tiempo.
El tiempo que te das a ti misma para
mentirte de una manera suficientemente convincente como para engañar al resto
un poco más.
El tiempo que te das después. Cuando la
mentira ya solo te la crees tú y los demás te observan ocultando vertiginosas y
crueles verdades que golpean como puños en la cara de todos y sobretodo - en la tuya.
El tiempo cuando ya no puedes creerte ni
tú pero sigues en pie y tendida en el suelo por dentro.
Y creo que no hay un momento exacto.
Una se imagina cientos de veces tres mil
doscientas versiones de una despedida cuando ha tomado la decisión de llevarlo
acabo.
Y también creo que esa decisión es
líquida cuatrocientas veces más hasta que a la cuatrocientos uno se hace
solida, y ni siquiera sabes, cuando lo recuerdas, cuando vuelves a ese
instante, si en ese mismo momento eras consciente de que era definitivo.
Es complicado esto de decir “Adiós”
¿verdad?
Pues imagínate cuando no lo dices pero lo
haces y esa palabra se traduce en un beso en la mejilla que dura mucho menos de
lo que te hubiese gustado y se queda ahí, entre tu cuerpo que se aleja sin
mirar atrás aunque quisiera, y el otro cuerpo que camina en dirección
contraria.
Y
“adiós” impertérrito en mitad de ambos, cabizbajo y silencioso.
Ya ves, he descubierto que “Adiós” es
sobretodo y ante todo, extremadamente silencioso.
Y fíjate la ironía, que todo lo que siempre te quise escuchar decir
no me atreví a escribirlo en ninguna parte.
Suena como una melodía conocida y
bastante melancólica que se va pasando de fecha atrapada en una cajita de
música.
Intento no dejar que suene en esta cabeza
que también dejo que olvide cuando viene(s).
Del mismo modo, lo que siempre te quise
ver hacer tampoco pasó y el banco que hay frente a mi portal sigue siendo el
más solitario de Retiro, precisamente por eso.
Y lo que nunca dijiste y lo que nunca hiciste
era la historia de amor más bonita jamás contada por mi. A mi misma.
Y quedabas tan bien ahí. Así.
El resto es ese laberinto de piezas que
no conforman el puzle porque falta la esencial. Ya no es importante. Pero lo
fue.
Y por eso aquel día, en aquel abrazo que
duró un instante yo te regalé una eternidad aunque ni siquiera lo supiese.
Porqué no fue hasta después. Hasta que cerré
la puerta del coche cuando me di cuenta de que “Adiós” era dolientemente
silencioso.
Y mientras miraba desde la ventana las
luces en Madrid cuando anochece; por una carretera que ya conocía muy bien. Por
una carretera que hice. Hicimos. Tantas noches y tantas mañanas y hasta algunas
tardes.
Comprendí que tal vez sea cierto aquello
de que todo dura siempre un poco más de lo que debería.
Sin embargo, lo que debería durar más
acaba siempre durando un poco menos.
Y aunque ya no quedaba nada por decirse
antes ni después ni durante ese abrazo.
Dijiste – “Gracias”.
Contesté - “De nada.”
Y creo que aquel fue el mejor resumen de
todo ese TIEMPO.
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