CARTA VII. "La Habana"
"... Y que si por lo que fuera en ese instante yo no estaba cerca, me gustaría que lo estuviesen mis palabras, mis poemas, pues siempre he creído que al fondo de unos versos, siempre late el ser humano que los alienta."
- Luis Miguel Lorente.
Hacía mucho tiempo que no sentía unas
ganas tan fuertes de llorar por tener que “volver a casa”. Tener que dar por
terminado este viaje.
Como ya sabes, era impensable para mi, o
para Palomilla, incluso para Mamá, celebrar la entrada de un año que deja atrás
el último en que pude verte sonreír.
Despedir el año en el que tuve que verte
morir.
Por eso, todas las mujeres que tanto te
amamos hemos huido lejos. Para poder, o al menos, intentar suavizar el impacto
tan gigante que produce tu ausencia todos los días y a todas horas.
Mamá, Charlie y yo elegimos Cuba.
Diez horas de vuelo para perder la noción
del tiempo.
La playa y el sol para no reconocer
Madrid.
El caribe como fórmula mágica para
olvidar que en algún lugar del mundo fue Navidad cuando tú sí estabas.
El avión se hizo muy largo. Tubo
suficientes turbulencias como para que Sandri y yo saqueásemos el bar amagando
a terminar con todo el vino blanco a bordo.
Ya sabes que después de la tercera copita
solía darme un punto melancólico que aprovechaba para arrancar conversaciones
un tanto “filosóficas” sobre el bien y el mal. La soledad. La vida y la muerte.
Este último tema por el momento no he
podido volver a mencionarlo, ni quiero.
Pero bueno, la cuestión es que con las
luces apagadas, los pasajeros durmiendo (casi todos), la noche cubriendo el
cielo por el que volábamos y el hecho de estar ahí arriba me hizo sentir que de
alguna manera era el lugar donde más cerca podría estar de ti.
Reconozco que eso me lleno de tristeza.
No me da ningún consuelo sentirte cerca
por la sencilla razón de estar atravesando nubes.
De hecho me jode. Me daña.
Ves, esas son las cosas a las que no
consigo acostumbrarme aún. Ni siquiera sé si alguna vez lo haré.
Hablar del cielo, sentir que en las
alturas pareciese como si mi cuerpo y el tuyo tuviesen una distancia más corta
que recorrer para encontrarse, me repatea.
Acrecienta este sentimiento de enfado
ante la injusticia de los acontecimientos.
Yo quería mandarte un mensaje antes de
despegar contándote que estaba un poco cagada. Que me hicieses alguna de esas
bromas con las que no me calmaba pero conseguías que sonriese.
Escribir un “te quiero” whatsappero ante
del modo avión.
Recibir tres líneas de emoticonos con la
carita del beso y de repente entre tanto “emoji” una caca porque “mierda, eso
se me ha colado enanilla…” Mi desastrillo tecnológico eras.
Leer que “en unas horitas nos vemos hija”
porque estaba de regreso. Volviendo a casa. Volviendo a ti.
Poder llamarte al aterrizar.
Estos y algún motivo más hicieron que en
aquel avión fuese una chica, un poco más triste de lo habitual.
En las pantallitas que hay en los
asientos de vuelos tan largos, como tú bien sabes porque te has hecho muchos,
hay un amplio catalogo de películas y música.
Mamá decidió ponerse canciones a ver si entre
el vino, el orfidal y una buena banda sonora conseguía pegar ojo.
Yo, decidí buscar una tercera película
para ver.
Adivina. “El rey león”. En todas las
cartas hay un espacio para mencionar esta película, es increíble.
Pero es cierto, ahí estaba.
Sí, ya, ya lo sé. Puede parecer morboso
que en mitad de ese mejunje emocional allí arriba decidiese verla.
Pero que quieres que te diga, el mejunje
emocional que tengo no depende de los kilómetros de altura sobre los que
sobrevuele el cielo de Madrid.
El mejunje emocional empieza desde que me
despierto todos los días y tengo que recordarme que esto, todo esto es real,
hasta que me acuesto y no he podido decirte ni una sola palabra.
Tampoco he vuelto a escuchar tu voz, ni
el sonido de mi nombre en tus labios.
Ese mejunje ya es suficientemente grande.
Asique a diez mil metros de altura con una extraña sensación de cercanía contigo
frente a una realidad que en cambio te ha puesto tan lejos, me pareció una
especie de señal que esa película estuviese ahí.
Vale papi, ya sé que yo no soy de creer
en estas cosas, pero desde que no estás a veces NECESITO creer en cosas que
antes no creía. Es pura necesidad.
Y como siempre, por impulsos, pues me la
pusé.
Claro. Claro que lloré. Pero también me
reí.
Fue curioso boss, porque recordaba de que
manera nos sentábamos en aquel sofá azul . Como estallabas en carcajadas con
Pumba. Como pegaba un pequeño chirrido seguido de un suspirito mientras
apretaba tu mano cuando Nala y Simba se reencontraban.
Nos recordaba a nosotros con una
precisión sorprendente a través de las escenas.
Asique, en mitad de la madrugada, en ese
avión, te volví a abrazar supongo.
Después de muchas horas, por fin La
Habana.
El sol salía todos los días. Unas vistas
maravillosas desde mi ventana al malecón infinito.
En cuatro días hicimos un sinfín de
excursiones. Nos pateamos todo en coche y a pie.
Comimos y bebimos (Charlie y yo en
concreto hemos dominado el deporte de levantar vaso estupendamente en este
viaje).
Hemos exprimido cada segundo de tiempo en
esta ciudad.
Sabes papá, hablando de la ciudad te
contaré que es una metáfora en sí misma.
Se alinea la realidad más cruda: el
hambre, los edificios cascados…
Con el color y la vida que sudan en cada
baile, en cada latido, en cada saludo y recibimiento cálido sus habitantes.
Una tarde, íbamos caminando y contemplé
un edificio destruido y al lado un grupo de niños que reían y bailaban.
Esa es la metáfora. La riqueza del alma
paralela a la pobreza de la calle.
Gente rodeada de escasez y sin embargo,
el ritmo que ellos mismos le imponen a la vida.
Un ritmo latino entre movimientos de
cadera que te impulsa a volar.
A
seguir.
A no
llorar.
Es una ciudad mágica porque parece
cimentada entre contrastes.
Desde la luz, la belleza y la alegría de
los colores luminosos que recubren las fachadas a la crudeza de una realidad en
la que es evidente la falta de recursos primarios, de necesidades básicas sin
resolver.
La injusticia de una lotería que nos ha
permitido nacer en la parte del charco donde tener agua o papel higiénico
parece una obviedad y otro, donde podría considerarse un milagro.
Mejor que nadie, sabes bien como es mamá.
Como se relaciona con las personas y cuál es su tipo de turismo.
Yo la admiro mucho en ese aspecto. Alguna
vez lo hemos comentado juntos.
He disfrutado viendo como eso de “las dos
gotas de agua” que dice Carlos que somos es bastante cierto.
Ahí llegaba Sandra y con esa luz que la
caracteriza en muchas ocasiones, intimaba con todos, se impregnaba de la
ciudad, se perdía junto a sus gentes.
Gracias a esa manera suya tan única y
especial consiguió que nuestro guía confiase en nosotros lo suficientes para
mostrarnos una ruta poco permitida para los turistas.
Él lo denomino:
“mostrarnos
la cara oculta de la luna”
Sé que te hubiese encantado esa frase aplicada
a ese contexto tantísimo como me gusto a mi.
Así fue. Y la cara oculta de la luna no
brilla papá.
La cara oculta de la luna es cruel. Los
ojos de las personas son el espejo a todas las cosas que los occidentales
escuchamos de lejos y no queremos oír.
Todo lo que desde nuestra burbuja de
confort y plenitud no podemos o no queremos concebir, aunque nos creemos que sí
y eso es casi lo peor.
Pensaba que podía entender el hambre en
cierta medida.
Pensaba que podía entender qué es la
pobreza.
Hasta que estuve comiendo lo poco que
había y aún así compartían en un hogar donde me aterrorizaba que el techo no
resistiese ni un minuto más.
La cara oculta de la luna papá, esta
oculta porque si nos la mostrasen no sé como el resto de la humanidad podría
seguir durmiendo después.
Sin embargo, que bonito poder
escucharles. Sentarnos a compartir con ellos en vez de sacar fotografías
“artísticas” de los edificios o las calles o cualquier gilipollez para guiris.
Que bonito vivirles a ellos y dejar de
lado las pantallitas de los móviles.
La vida sigue pesando oro para estas
personas. Despertarse a la brisa del mar, escuchar música, dar comienzo a un
nuevo día, esos ya son motivos suficientes para sonreír.
Y míranos a nosotros.
Pero claro, ahora que solo te puedo
escribir me doy cuenta de que la vida eran esos momentos en lo que estaba a mi
alcance tocarte.
Y por eso ahora, puedo comprender lo que
comprendí compartiendo cerveza y comida con ellos.
Así de radical y brusca comprende una
ciertas lecciones a los veinticinco años sentada junto a una familia que no
puede imaginar el sabor de un solomillo.
Sí. Es brusco. Pero esta brusquedad es
solo un reflejo de la misma brusquedad con la que una se golpea de repente en
un momento de su existencia.
Resulta como si desde que me veo obligada
a pronunciar que he tenido que vivir tu muerte, desde semejante realidad, ahora
no paran de llegar otras muchas en cadena y de sopetón.
Quizás después de tu muerte sea la
primera vez que despierto y contemplo la vida realmente desde ojos de adulto y
no de cría.
Imagino la conversación que hubiésemos
tenido respecto a todo esto.
Me drías que cada vez soy más mujer y me
encamino a convertirme en una señorita maravillosa repleta de ideas propias, de
quejas, reivindicativa como mamá, a veces en exceso y con los sentimientos
desordenados y a flor de piel.
Solías decirme eso casi siempre, sobre
todo desde Nueva York.
Ves, si hay algo que te he agradecido
toda la vida y quizás me hubiese gustado decírtelo más, es tu fé ciega en mi.
Estabas seguro de todos mis pasos y
orgulloso de ellos.
Jamás dejaste de creer en mi, ni una sola
vez, a pesar de que tantas veces yo dejaba de creer en mi misma.
A veces te quejabas de que vivía en una
burbuja color rosa y debía pincharla.
Exprimir la vida y conocer otras
realidades, algunas bien duras.
Por eso tengo tan claro lo mucho que te
hubiese gustado verme rodeada de todas estas personas maravillosas compartiendo
trazos de vida juntos.
Una noche en La Habana, la última en
concreto, fuimos al club 1830.
Palmeras. Luces que reviven de la
oscuridad a la noche iluminando el mar. El escenario y la música.
Salsa por cada rincón.
Todo el mundo bailaba. Unos con otros sin
importar la edad o la procedencia.
Aquello era como una zumo de seres
humanos unidos por el ritmo cubano que bebían y disfrutaban.
Al principio, no me atrevía a bailar.
Pero Carlitos, y esto jamás lo hubiese
imaginado, porque él siempre parece estar al margen, no le gusta ser el centro
de atención, el siempre brilla en pequeñito para quién sea lo suficientemente
inteligente para frenar y contemplarle.
Pues esa noche, ese mismo Carlitos, noto
mi deseo de formar parte de aquellas personas que parecían tan felices.
Digo parecían porque si algo he aprendido
después de ese hospital, después del 15 de Noviembre, es que el dolor y la
pena, incluso la más atroz, se llevan por dentro y se pueden guardar con
muchísima elegancia.
Por eso ya no pronuncio con tanta
convicción eso de que alguien es feliz. Ahora comprendo que todos arrastramos
algún luto por dentro.
Pero eso no impide que haya días, lugares
y momentos donde podamos ser las personas más felices del mundo.
Entonces, como si Charlie se colase
sigiloso en mi cabeza y entendiese todo lo que estaba sucediendo, me sacó a
bailar.
Y bailamos papá. Madre mía que si bailamos.
De todo menos salsa, eso también debo
decírtelo. Pero precisamente por eso fue tan divertido.
Cerveza en mano, tumulto de gente y
Charlie haciendo algo con los brazos que se parecía al “robocop” mientras yo
debía hacer algo parecido al “regetton” volví a ser inmensamente feliz.
Aquella noche, Carlitos se encargo de
darme el empujón que siempre solías darme tú ante cualquier situación de la
vida.
Se lo agradecí. Tranquilo.
“papá
también me habría sacado a bailar. Muchas gracias Charlie.”
Fue bonito. Una última noche en La habana
especial.
Una despedida en condiciones es lo que tú
y yo habríamos dicho. Y además lo habríamos hecho exactamente igual, bailando.
Te pude ver en aquella pista.
Recordé que me contaste que habías tomado
clases de salsa para sorprender a paloma en vuestras noches de juerga.
Recordé también que uno de nuestros
planes a futuro y que solíamos mencionar las noches de Karaoke (porque coño, al
final son sé como lo hacíamos pero siempre acabábamos en los karaokes de
Madrid) era irnos a un club de salsa a bailar y beber.
Allí te habría podido ver dándolo todo y
aplicando tus lecciones de maestro salsero.
Pero nunca llegamos a tiempo.
Habríamos disfrutado muchísimo. ¿Tu crees
que tanto como cuando me sacabas a bailar Rock n´roll?
Quizás sí.
Que cojones, seguro que sí. Al fin y al
cabo, si tú me sacabas a bailar daba igual qué.
En tus brazos, la felicidad siempre me
resulto un concepto que se volvía tangible.
Luego nos fuimos a Varadero.
Decidimos que allí íbamos a pasar fin de
año.
Yo acabé denominándolo “Oasis de
felicidad para turistas”.
Es cierto. Fui increíblemente feliz esos
días.
No es la realidad, eso ya me quedo claro
después de La habana. Por eso, en parte no me importó dejarme cuidar en esa
pompa diseñada para los extranjeros donde parece que todo es bonito y fácil.
Los días son como una fiesta constante y
no dejan mucho margen para ocupar la cabeza con pensamientos angustiosos.
Y sinceramente, eso, se agradece a veces.
Tenía miedo a la entrada del año y a la
despedida del anterior.
Porque le digo adiós a un 2018 donde
antes te tuve que decir adiós a ti.
Y por eso, ahora mismo, todas las cosas
maravillosas que ocupaban ese año: Mi primer libro de poemas, la presentación a
tu lado, mi primer estreno en teatro, el final de cuatro años de carrera, el
verano de NY, esos días mágicos en Calpe contigo… todo quedaba demolido y
pisoteado bajos las ocho y cuarto del quince de noviembre donde amanecí sin
padre.
Encima tenía que dar la bienvenida al
2019. Y ¿sabes que pasa? Que no dejo de pensar que este año será el año de
todas las primeras veces sin ti.
Mi primer cumpleaños sin ti. Tu primer
cumpleaños sin ti. Las primeras vacaciones sin ti.
Entiendes porqué no sabia con que cara
iba yo a hacer nada parecido a celebrar cuando por dentro no consigo evitar
este odio visceral que me invade por dentro.
Pero claro, lo que ocurre calvito, es que
tú y tu legado ocupáis tanto, si no todo, que enseguida apareces por ahí, por
dentro de mi, correteando por mi cuerpecito con tu presencia aunque no puedas
hacerte visible y me guías.
Sí. Me guías porque no puedo no saber que
me dirías:
“A
emborracharte y a bailar ahora mismo. Y sobretodo a disfrutar porque la vida
solo merece ser vivida disfrutando de ella enana.”
Y me tendrías que haber visto. Liquidé el
ron (pero no el de garrafón de cuatro pavos del opencor que me daba esas
resacas tremebundas con las que te descojonabas al despertarme por la mañana)
ese no. El bueno.
También fume tabaco de allí (aunque eso
no te haga mucha gracia) pero tranquilo puros no. No porque me daban una tos
terrible y no sabía fumarlos, ni sostenerlos casi.
No te rías, que según leas eso sé que lo
harás.
Me hice un montón de amigos. Bailamos
toda la noche. Y pedimos la penúltima canción. Porque ¿cómo era aquello que nos
gustaba a nosotros? Ah sí, siempre la penúltima con todo y de todo.
Y asi mandé a tomar por culo el 2018
porque de cualquier manera nunca lo podré olvidar y saludé a este nuevo año
abrazada a mamá, a Charlie y con el ojo puesto en la estrella que más brillaba
allí arriba.
Estoy convencida de que era la nuestra.
Este 31 no hubo karaoke y no sonó
Joaquín. No hicimos dueto, tampoco te pude hacer un video de esos que
denominabas “infames” para las redes sociales que nunca te gustaron.
Pero el reloj dio las doce y miles de
desconocidos de todas partes del mundo brindamos a la vez y así,
La
navidad fue menos navidad,
Tu
ausencia exactamente igual de grande,
Pero
tú y yo, pudimos estar juntos.
En unas circunstancias tan diferentes que
solo en un lugar tan irreconocible para mi, ahora que tu vuelas entre piratas y
sirenas, podíamos conseguir encontrarnos.
Y justo por eso, lo hicimos.
Esa misma noche conocí personas
estupendas.
Cuantas cosas he descubierto en este
viaje con estos nuevos ojos más abiertos o con esta nueva manera con la que
observo la vida.
He podido acercarme a otras culturas
gracias a los amigos que allí me hice.
Emprender charlas interminables y
francamente muy interesantes que no siempre son fáciles de conseguir. La gente
puede resultar fascinante y nos perdemos a muchísima.
Me han dado ganas de conocer mucho más.
Como te lo puedo explicar. Es como si me
invadiese la necesidad por descubrir mundo, lugares y personas.
Noto que la vida es muy corta y “pequeña”
para lo grande que es el mundo.
Lo conocido aquí en Madrid está bien.
Pero me parece que estoy perdiéndome emociones, rincones de otras ciudades,
seres humanos repletos de historias y anécdotas que compartir. Repletos de
conversación.
Sí papá, tranqui, que lo haré. Es
gracioso como según escribo te escucho y reconozco tu voz a la pefección.
Voy a viajar mucho más y voy a viajar
sola.
Necesito tiempo conmigo misma, de eso
también me he dado cuenta.
Ahora más que nunca porque en realidad
siempre he necesitado estar rodeada de gente. Ruido camuflando la soledad. “tanto, tanto ruido…” decía Sabina.
Pero desde que no te tengo aquí conmigo
se ha hecho un silencio ensordecedor que necesita ser escuchado.
Atender ese silencio para poder abrazar
mi propio hueco en el pecho ahora que faltas.
Tiempo conmigo. Con mi dolor. Con tu
ausencia.
Tiempo contigo tratando de descifrar esta
nueva manera de acercarme a ti, este nuevo código no verbal mediante el papel
con el que intento sentirnos próximos.
Ya te lo anticipé en una foto que colgué
donde te avisaba de esta carta.
Por aquí te lo puedo contar con más
detalle.
Efectivamente, nadé con delfines. Tal y
como dijimos que alguna vez haríamos.
Te parecerá una gilipollez (en realidad
sé que no. Siempre era yo la que juzgaba mis sensaciones antes de tiempo
mientras tú escuchabas paciente).
La cuestión es, que recibí muchísimo amor
por parte de “Pancholo”. Así se llamaba.
Es extraño. Últimamente los niños
pequeños y los animales me producen una sensación de paz y me remiten a una
etapa inocente que antes no era tan notoria.
Creo que es, porque los niños me
recuerdan la pureza de quién aún no ha sido lastimado por la vida. De quién aun
no tiene cicatrices que le recuerden que una vez tubo que llorar mucho.
Los niños son el principio de la vida y
ahora que tengo tan presente el final de la tuya, en cierta medida me calman.
Y los animales, pues la verdad, no lo sé.
Antes me gustaban, pero ahora, mucho más.
Quizás sea porque necesito dar amor
desesperadamente y porqué no, también recibirlo.
Pero no soy capaz de hacerlo con el resto
de seres humanos. La explicación es sencilla. Todo el amor que tengo aquí
dentro desearía poder concentrarlo en un abrazo para ti y no puedo, por eso, por
el momento, si no eres tú, nadie mas me vale.
Supongo que por eso mismo vuelco esa
necesidad en los animales y así la volqué con Pancholo y navegue en su tripita
interiorizando cada milímetro de las sensaciones para que aunque sea por arte
de magia, conexión cósmica o por eso de que vives en mi, tú también pudieses
experimentar aquel plan que a nosotros se nos quedo pendiente y ahora me gusta
pensar que hemos cumplido.
Fue duro volver papá.
Otra contradicción más eh.
Mi ciudad, mi eternamente amada Madrid.
Yo, más gata que ninguna como tu decías
ahora maúllo triste por aquí.
Sigo enamorada de las calles, los bares
de poetas, las librerías pequeñas y escondidas, los cines antiguos, los
rincones perdidos… pero este escenario tan conocido para mi, tiene tanto que
ver contigo.
Tú formas parte de las esquinas, nuestros
recuerdos, muchos, de sus calles.
Allí no era del todo igual.
Aunque porque no decirlo, sí comprendí
que como de ahora en adelante no podrás ser testigo físico de mis aventuras,
logros, tropiezos, cambios y evolución. Desde que todo serán cosas que tendré
que poner por escrito en una carta sin remite ni dirección exacta donde poder
mandarla. Ya que nadie me podrá asegurar que Luis ha leído esto. Pues todo, no
importa lo lejos que esté de Madrid, seguirá asociado a ti por el hecho de que
una mirada no será suficiente. Un beso. Una tarta de cumpleaños. Las arrugas de
mi cara que serán el dibujo de historias en el rostro.
Ahora que no estarás presente en todo
esto ni podremos mirarnos a los ojos, tengo que concentrarlo todo en papel
porque me aterra profundamente pensar que puedas estar perdiéndote cosas de mi.
Tú que jamás te perdiste nada. Tú que
ibas a ser eterno.
Bueno William Munny, va siendo hora de
que me despida porque tendrás cosas que hacer por allí.
Pero me falta una última cosa por
contarte y creo que es importante y curiosa.
El otro día releí la carta que me hiciste
por mi decimosexto cumpleaños.
Sé que la recuerdas perfectamente pero
por si acaso me gustaría resaltar una parte de la misma:
“… Y que sí,
por lo que fuera en ese instante yo no estaba cerca, me gustaría que lo estuviesen
mis palabras, mis poemas, pues siempre he creído que al fondo de unos versos,
siempre late el ser humano que los alienta.”
¿No te parece increíble?
Desde que te fuiste papá, solo he sabido
amainar el dolor y la grieta en la que me he convertido a través de escribir.
Más concretamente de escribirte.
Te siento pegado a mi cuando te doy nueva
forma y vida en palabras.
Y ahora, me re encuentro con las tuyas,
con ese epígrafe que he citado textualmente y resulta que tú, al igual que yo,
siempre creíste en la literatura como una herramienta para la inmortalidad.
Me siento tan orgullosa del padre que he
tenido.
Es cierto, no estás cerca y fíjate,
conseguiste que tus palabras se quedasen.
Me has nutrido de todo lo esencial para
enfrentar la vida y me has alimentado de literatura y poesía.
Antes eras tú quién me escribías cartas
que teníamos la suerte de leer juntos.
A veces tú les ponías voz y entonces
resultaban aun mas bellas.
Ironía de la vida, ahora yo te las
escribo a ti e imagino un puente invisible como canal de comunicación en el que
me encuentro contigo y lees.
Observo tus ojos. Tus labios ligeramente
arqueados hacia la derecha. La lentitud con la que saboreas las líneas que
conforman el cuerpo de todo lo que te cuento.
A veces, susurras algunas frases mientras
lees como si recalcases algo que te ha gustado especialmente.
Te veo papá. Con tanta claridad.
Y durante un rato, ese rato que dura el
momento en el que firmo la carta y después la releo despacio lanzando las
palabras al viento, lanzándotelas a ti, disfruto de nuestro momento juntos en
este puente invisible donde nos damos cita para que nunca, nunca, nunca pienses
que te estás perdiendo algo de mi.
Vuelvo a citarte porque al fondo de mis
palabras late el ser humano que las alienta.
Aquí estoy calvito, latiendo muy fuerte
para mantenernos vivos y juntos.
No puedo brindar por la inmortalidad; de
hecho he dejado de brindar por tantas cosas… pero sí puedo escribir y puedo
celebrar la existencia de la literatura, de la palabra en forma escrita.
Y cuando escribo tú vuelves a pesar de
que nunca te vas.
Siempre he tenido cuadernos, eso no es
novedad para ti, pero muchas veces me valían las notas del móvil para capturar
instantes.
Ahora, en mi bolso y mi maleta siempre
llevo la libreta color morado donde escribí el poema a Nueva York que tanto te
gusto.
Y está llena de todas las cartas que te
voy escribiendo día a día.
Se ha convertido en nuestra historia.
Aquí estamos recogiditos los dos.
Te abrazo fuerte,
Te guardo muy dentro,
Y,
Te quiero de la forma más visceral y
humana posible.
Hasta dentro de poco papá.
O,
hasta el siguiente verso,
Tuya
siempre.
PD: Por fa, no dejes de colarte en mis
sueños cada noche.
Mola mucho pegarse un vuelo por El país
de nunca jamás agarradita de tu mano.
Tu enanilla. Y sobre todas las cosas, tu
hija.
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