Tú no sabes que yo, ya lo sé.
“Tranquila y tierna y limpia. Te juro que no
sé mi amor si algún día volveré a ti, nunca comprendo cómo se terminan los
poemas.” – Maite G.A.
Era una
habitación con vistas al mar. Todas sus lagrimas alguna vez fueron mías.
Yo
siempre supe que no quería quererla y ella siempre me decía: “Yo tampoco te
quiero ya.”
Y sé
que lo decía enserio, porque nunca había dejado de hacerlo.
Luego
se recogía la cascada negra que tantos insomnios me ha causado, orgullosa. Movía
el culo más de la cuenta y me fulminaba con ojos de gata triste, dejando claro
que eso, era lo único de lo que no me iba a conseguir apropiar nunca, de su
orgullo.
Le
gustaba vivir en mi cama, pero solo concibe dormir después de las seis de la
mañana cuando en Madrid empieza a amanecer.
Yo tan
cargado de whiskey no tenía más remedio que dejarla existir allí, entre esas
cuatro paredes.
Total,
moriré de cirrosis y ella sobredosis, pero nunca voy a llamarla princesa,
porque es lo que quiere. Y yo, no la quiero.
Me ha
cruzado la cara gritando “capullo” en todos los lugares públicos donde una
señorita no debe montar jaleo, y hemos peleado tres o cuatro veces cada mes;
pero solo me ha roto en papel. Cuando escribe mi nombre en formato secreto y
soy el único que sabe quién es el cabrón que ocupa tanto folio.
Yo era animal
de noche. Nada podían enseñarme que no hubiese aprendido con un “Johnny Walker”
antes.
Hasta
que llegó ella. Con sus pies en la guantera y el corazón de mimbre.
Porque
Marea le pone y yo también.
Y la
pesada empezó a descubrirme canciones en los parques donde liquidamos botellas
y trozos de vida.
Y se
escapó de casa algún Martes para darme de su risa en Malasaña.
Porque así
reaccionaba cuando le contaba que estaba jodido con la vida, como siempre, pero a veces más.
Secuestrándome
hasta que ella quisiese. Aunque siempre me dejaba pensar que era hasta que yo
quisiese.
Nunca
supe que ocurría cuando volvía a dejarla en casa después de aquellas noches y
su madre lloraba.
Me
oculto todos los castigos, a veces creo que me ocultaba el haberse escapado también.
Le
gustaba hacer de niña grande.
A mi me
gustaba más no preguntar.
Lo pasábamos
bien.
Cinco
pavos en el bolsillo pero sobrados de conversación, éramos así.
Declamaba
versos en mi coche y entonces se ponía más guapa, aunque no se lo dije lo
suficiente.
Pero
cuando leía mis letras, concentrada, (porque nunca reconocería que no puede
seguirme el ritmo con el alcohol ni va a dejar de intentarlo), en ese momento,
estaba preciosa.
Sin
embargo, nunca te he mirado tanto como para darme cuenta.
Pero la
niña de esmalte negro aprendió del mejor a huir y nadie lo vio
venir. Ni siquiera yo, que la conozco de memoria.
Hubo
muchas carreras; una fue definitiva. Perdí el rastro cinco meses.
Una
noche antes del viaje volví a verla.
Dijo
que buscaba el numero siete, calle melancolía y Joaquín no daba más pistas.
Me llevo tiempo entender que esa dirección y buscarme a mí, eran lo mismo.
Yo la
deje volar y ella sabía que eso era exactamente lo que iba a pasar.
Cuando
Madrid se quedo pequeño sin sus pantalones rotos fui en busca de su voz:
“¿Que
tal la tormenta?”
“Despejado
por aquí”
“¿Vuelves
pronto?”
“¿Me
vas a querer cuando lo haga?
“Ya
sabes que sí. Mucho.”
“Y tu sabes que no me gusta esa canción”
“¿Cual
de todas?”
“mentiras
piadosas”
Desde
entonces sé que nunca volveremos a escondernos juntos. Ni escogerá mi cama
antes que otras.
Ahora
escribe sobre mi voz gastada pero elige sus ojos verdes.
Y yo la
veré irse, como tantas otras veces.
Y no
importa porque no la quiero, pero joder, era más bonito cuando ella sí lo
hacía.
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