A.
"La mano es la que recuerda.
Viaja a través de los años,
desemboca en el presente
siempre recordándo." -José Hierro
Aterrice en Nueva
York con el corazón en Madrid.
Y miedo, mucho miedo.
Tenía tanto, que aun
recuerdo no poder subir las maletas a lo que luego convertiríamos en hogar
durante meses.
Un cartel gigante, la
ciudad estaba llena de ellos: NO SMOKING. Y mis ganas terribles de llorar
camuflándose con el humo del cigarro que yo sí encendí.
Porque no hay nada
como tener miedo o pena para infringir las normas.
Pero bajaste.
Me socorriste.
Empujaste las maletas
conmigo.
Me llevaste a por
café.
Y esa, fue la primera
vez que me salvaste. Pero no dejaste de hacerlo ni un solo día en seis meses.
Aún, no dejas de
hacerlo.
Creía haber sido
consciente de mi fragilidad desde siempre, sin embargo, no fue hasta que me
contemple tan pequeña en una ciudad tan grande. Ni hasta que eche de menos
desde el esternón que me dolía de partirse, cuando entendí en que consistía
aquello de la fragilidad.
Tú, debiste
averiguarlo antes que yo, y me refugiaste.
No solo cediéndome tu
habitación que acabo siendo más mía que tuya. Me refugiaste desde que dijiste:
-
“Buenas noches Lu, mañana vengo a verte” esa primera
noche hasta la despedida en el aeropuerto con lágrimas en los ojos.
Conociendote como
ahora lo hago, sé que pensaras: “siempre tan exagerada”. Pero veras, yo he sido
muñeca rota desde el día que Mama paseo conmigo Retiro, evitando que viese como
Papa cruzaba la puerta de casa para no volver jamás.
Y como muñeca rota me
acepte. Me conforme.
Te diré, que para una
muñeca rota, salir de clase a las nueve de la noche y encontrarse contigo,
esperando en la puerta, dispuesta a llevarme a cenar las mejores hamburguesas
de Nueva York, paseando las calles iluminadas como deben estar las calles de
todas las ciudades que nunca duermen. Todo eso, es un refugio.
Las cenas pronto se
convirtieron en Brunch a los que
jamás llegamos puntuales. En comidas y en meriendas.
Cosas como no
entender los dólares, ni saber contarlos y verme oblogada a darte una cantidad
infame de monedas para que hicieses las cuentas y pagases por mi, acabaron
siendo costumbre.
Tanto, como las
propinas que hicieron de nuestras caras algo parecido al “grito” de Munch.
Reiteradas veces te
hice participe de esos dolores de tripa después de una ingesta bárbara de
tortitas con chocolate, huevos y demás productos Americanos que me condenaban a
sollozar en forma de bolita acurrucada en tu cama mientras elegías película
para nuestra sesión de cine nocturno.
Los instantes
cobraron forma de momentos.
Los momentos de días.
Los días de meses y
los meses de rutina.
Una rutina de compartir.
Una rutina en común.
Fui aprendiendo(te).
Aprendí que las
distancias siempre serán cortas para ti y eternas para mí.
Que era obligatorio
parar en el Macas, minimo dos veces a la semana.
Recorrerme todas las
peluquerías de la zona con las manos en alto por si hacía falta un último
empujón y conseguir que salieses siendo la rubia que siempre habias querido
ser.
Esa no fue una
lección.
Pero sí una elección.
Volvería a repetir
esas cinco horas de espera, porque aquel día rompiste la primera de las
barreras que te habias impuesto mucho tiempo atrás.
Por supuesto, aquello
de que una vez que haces “Pop” ya no hay “Stop”.
Otra manera de
decirlo sería: Amanecer en Brooklyn y que tú ultimo recuerdo sea en Manhattan,
hace imposible que el alcohol te pueda dar miedo nunca mas, lo peor ya lo has
vivido.
Pues algo parecido
debió de pasar y la alumna superó a la maestra.
La última semana de
finales fue un coctel Molotov entre vivir de noche y morir frente a la hoja del
examen cada mañana.
La canción “Despacito”
se convirtió en himno nacional del sexto piso
en “Lexington
avenue”.
Donde estan los patos
de Central Park querido Holden Caulfield, no lo sé.
Pero a nosotras
puedes encontrarnos de Picnic por ahí, con mucho chocolate, sushi y por
desgracia alguna cagada de pájaro en el bolso de Andrew.
Por poco, en nuestras
cabezas.
He aprendido tanto
sobre mí, gracias a ti.
Hay algo fascinante
en el ser humano.
Y tiene mucho que ver
con la capacidad de entrega.
Esto, va más allá de
que gustándote los Noodles, acabases
harta de ellos por
que tres de cada
cinco días me concedías el capricho de ir a comerlos.
La esquina y la
ventana. Esa mesa debe preguntarse donde andamos.
Por supuesto,va más
allá de no conseguir que me manejase en el metro ni una sola vez en seis meses
o estar condenada a vivir en Williamsburg los Viernes y Sábados agotando la
batería de tu móvil en las fotos que esta pesada te pedía de todos los lugares
que rebosaban arte.
La entrega de la que
yo hablo, tiene que ver con un conocimiento del otro.
Aceptar que siempre
cojearemos de alguna pierna pero a pesar de ello, amar incondicionalmente el
equilibrio que se obtiene sujetando entre dos, las zonas por donde las heridas
sangran.
Todo el mundo piensa
que yo te desmelene.
Incluso tu lo haces.
Rubia, eso no es así.
Cierto es, que aporte
el desmadre necesario del que hay que beber alguna vez para comprender la vida.
Pero tú. Tú me diste
la fuerza para construir un suelo solido por donde pisar.
Hay causas por las
que merece la pena golpearse, pero hay tantas otras que están mejor perdidas.
Antes de ti, nunca
supe elegirlas.
“Somos mujeres
fuertes e independientes” decías.
Esa frase me costo
varías cervezas en el karaoke,
Tres copas de más por
noche,
Y un “corazón
partío.”
Rubia, no te moviste
de ninguna de las barras de bar donde creíste en mí,
cuando yo no lo
hacía.
La única verdad en
esta historia es que cada vez que te soltaste el pelo, yo que nunca fui de
coletas, menee la melena fuerte al viento, porque tus logros eran causa de mis
sonrisas, tanto como los míos lo fueron de las tuyas.
Enfrentaste el miedo
a dejarte llevar, yo enfrente el miedo a no saber dejar de hacerlo.
Y así, te mostré un
mundo donde dar(te) rienda suelta.
Donde decidir desde
el pecho, es a veces mejor que desde la cabeza.
Mientras tú, me
abriste las puertas de otro en el que la responsabilidad resultó ser un arma
poderosa contra los monstruos que vivían en mi.
Nadie más que
nosotras puede entender el cambio que supusieron esos seis
meses juntas.
Ni siquiera yo, con
todo el amor que profeso a las palabras puedo describir la magnitud de la magia
que se produce cuando fuera del hábitat natural, convertida en chucho
malherido, te ves obligado a adaptar la piel en un nuevo entorno y así, dejarte
conocer.
Conocer desde el “yo”
más expuesto.
Desde el “yo” más
indefenso.
Quizá, desde el “yo”
más real.
Ayer, estuvimos
juntas, porque es lo que hacemos desde que volvimos.
En cierta manera, no
hemos perdido la rutina que allí adquirimos, que no es, ni más ni menos, que la
de formar parte incondicional de la vida de la otra.
Ayer, organizó una
fiesta sorpresa por mis veinticuatro que están al caer.
Cocino horas y horas,
Decoro la casa con
globos y felicitaciones,
Reunió a personitas
increíbles,
Y todo, lo resumió
diciendo:
-
“Es lo que te mereces”.
Ella, no sabe, o al
revés, quizá tenga muy claro todo lo que para una niña rota esas palabras
significan.
Pero la niña rota ya
no se acepta rota, ni lo hará jamás.
Me enseñaste a
mirarme mejor, y nadie podrá superar ese regalo, por muchos cumpleaños que
vengan.
En Malasaña ayer
noche, el salón de un pisito de soltera se abarrotó de gente que chorrea dosis
desmedidas de amor en cada poro de la piel.
Gente, que no
necesita llamarme “princesa” para hacerme sentir una.
Maestro tendrás que
perdonarme, pero eso le hace competencia a tu canción.
Andrea, por escrito
nunca sabré devolverte todo.
Andrea, todavía
derramarán lagrimas tus mejillas, es condición sine qua non de vivir.
Pero Andrea, estaré
ahí para recogerlas todas, hasta que no me queden días por este mundo.
Ese, es el único
significado que entiendo al decir: “Te Quiero”
Siempre tuya,
L.
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