LOS AMANECERES INMÓVILES.
" Ya sabes que el dolor escribe la canción
Y el temblor saca la sangre del poema." - P.I.
El corazón tirita – decía cuando la vi en
aquella pared de aquel baño de aquella sala de conciertos.
Me la lleve en una fotografía que un día
perderé y nadie se acordará de lo bonita que fue.
Me apoyé en la estantería llena de libros
de un bar en Brooklyn y pensé en Las bodas de sangre de Lorca mientras los
demás jugaban en la barra a ver quién perdía el conocimiento antes.
Y el río oscuro. Y el fuego. Y las
heridas de mujer marchita. Y Nueva York. Y la distancia. Y el ruido y el
silencio en constante oposición.
Papá bailó conmigo una canción de Dylan y
comprendo mejor la fugacidad de los instantes y el valor de los mismos.
Lloré delante de Papá y le chille muy
fuerte
-
“Te echo de menos y la culpa
es tuya”
en plena calle. Y pesó dolorosos kilos
para ambos.
Y nos reconciliamos en un Pub Irlandés
esa misma noche y me di cuenta de que es lícito permitirnos la fragilidad y de
que nunca me gustará tanto la cerveza como aquella noche frente a frente con
él.
Aquella noche donde nos presentamos por
segunda-primera vez;
Yo
ya no tan niña. Él más padre.
Cogí un vuelo que me alejaba de dos
personas a las que amé de dos maneras diferentes y con las que pasé dos últimas
noches diferentes y a las que di dos penúltimos besos diferentes.
Y en la soledad de las puertas de embarque
corroboré que uno jamás me hubiese acompañado y otro, lo hubiese hecho sin
verme certeza todavía.
Y todavía es una medida de tiempo poco
valida para una mujer en una puerta de embarque.
Se me quedaron los ojos y el alma y la
vida petrificados ante “La balada de la dependencia sexual” de Nan Goldin en el
MoMA.
Me quedé allí, observando el vacío
abismal entre dos cuerpos aparentemente separados por milímetros en la misma
cama.
Y tuve escalofríos. Y pena. Y esperanza y
desesperanza. Pero no sé de cuál tuve más.
Llovía en Moncloa el día que ese señor al
que nunca pregunté su nombre respondió a la mujer que servía el café a las
siete de la mañana
-
“El cortado y una sonrisa así
de grande”
La camarera ríe.
-
“Esas son gratis”
-
“Entonces quiero dos.”
Y mantuve los cascos sin
sonido. Escuchando.
Y me pareció que llovía
mucho menos en Moncloa después de aquello.
Fui a recitales donde me devolvieron el
nombre y las ganas.
También fui a recitales donde me las
quitaron para aprender a marcharme de lugares y de vidas donde no me podían dar
el sitio que merecía.
Donde no me correspondía seguir por más
tiempo.
Conocí personas a las que confié secretos
de cristal y creo que también me confiaron secretos de cristal.
Eran de cristal porque una vez entregados
podían usarse para cortar.
Nunca pudieron decirme que sangraron por
mi culpa.
Pero yo sí lo hice. Me restregaron mi
propio cristal por las muñecas.
Aún así guardo una sonrisa sincera para
ellos porque una vez nos cuidamos y yo nunca supe del rencor, ni pretendo
aprender jamás.
Le conté a ella que me gustó aprender a
despedirme. Sobre todo cuando dejó de implicar tener que decir adiós y se
convirtió en un desfile firme hacía la puerta de salida sin necesidad de
explicar nada.
Ya sabéis lo que dicen. “Quién se quiere
ir, se va sin hacer mucho ruido.”
Porque hay veces, en que las
explicaciones, precedidas de ciertos actos, sobran.
Vi las luces de bohemia sobre un
escenario cuando Mamá interpretó a Claudinita.
Años después cerré el libro de Valle-
Inclán y sigo echando de menos a max.
Bohemia es una definición preciosa para
hablar de una mujer. Y de sus noches.
Me acompañó Navajita Plateá en las mías
de ilusión y en algunas donde la razón se perdió por ahí. Estaba de juerga
supongo. Esta bien perderla de vista de vez en cuando.
Nunca encontraré la brújula que determine
mi Norte y mi Sur.
Quizás sea una buena amante al Este.
Quizás sea una niña dulce que todavía
quiere algodón de azúcar en las ferias del Oeste.
No me preocupa.
A día de hoy me presento a mi misma
sucesivamente y no hay una versión definitiva. Espero que nunca la haya.
Espero crecer constantemente y seguir
notando que me deja de dar miedo la oscuridad cuando me dan un beso en la
frente y me susurran “pequeñita.”
Espero seguir esperando siempre algo más.
Espero que las ciudades nunca dejen de
contar historias.
Espero que a los que dicen locos sigan
bailando mejor que el resto.
Espero que la mano de Nica siga siendo el
lugar de mayor seguridad en este mundo.
Espero que Jorge me siga llevando a los
conciertos de Nacho vegas.
Espero que la poesía siga haciendo volar.
Espero que la literatura no comprenda la
extinción nunca.
Espero que tengamos miedo a la muerte
porque la vida fue un viaje raro, pero dolorosamente hermoso y definitivamente
irrepetible.
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