LA JAULA SE HA VUELTO PÁJARO





"En cuestión de amor,
a veces, <<más vale tarde que nunca<<
no funciona.
En cuestión de amor,
a veces, tarde
es nunca." - Srtabebi






El otro día en un lugar precioso de Madrid.
Un lugar donde se comparte poesía y música y dolores y tiritas para esos dolores.
Un gran cantautor hablo sobre el miedo.
Sobre el miedo de uno y las ganas de otro.
El tiempo que se invierte cuando amas y otra persona no te deja amar.
Puede que no te dejen amar porque no quieren. El amor no correspondido. Todos conocemos esa.
Luego esta el que no te deja amar porque no puede.
El amor tiene muchas formas y versiones.
Ya lo sabemos. Y si no lo sabéis daros tiempo y daros historias y daros personas.
Nunca estamos a salvo de eso. Y menos mal.
Nunca sabes quién se va a cruzar en tu camino y te hará preguntarte cosas.
¿Qué hubiese pasado si te hubieses tropezado conmigo antes?
¿Quién eres?
¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?
¿Dónde estabas?
¿Porqué llegas tarde?
¿Porqué llegas antes?
¿Porqué no te quiero?
¿Porqué te quiero?
Nunca estamos a salvo de unos ojos que se chocan con otros.
El caso es que en la historia que se contó había un chico enamorado y una chica que también. Pero la chica tenía miedo y no quería querer. No quería dejarle entrar por la puerta de su vida.
A mi no me ha pasado. Yo conozco más la historia de quién te blinda la puerta porque ni siente ni padece contigo.
Pero aún así escuche muy atenta la de aquel chaval.
Sobre todo porque me preguntaba que haría con tanto dolor y tanta impotencia, algo que yo compartía con él.
Y como dicen que la vida es eso que sucede mientras hacemos otros planes, sucedió una frase:
“Y depende de él – no conviene olvidarlo – del tiempo que quiera darse en intentarlo, del tiempo que considere suficiente para rendirse.”
Y aunque los acordes golpeaban el pecho de todos los allí presentes a mi me golpeo más ese puñetero final.
Esa puñetera verdad.
En temas del amor, me he considerado siempre una luchadora nata. Hace falta muchas hostias contra una misma voz repetidas veces para tener en la piel memoria de esas batallas.
Hace falta perderse por completo, dar cosas que nunca habrías imaginado posibles.
Hacer cosas que tampoco.
Olvidar incluso tus principios éticos, morales y hasta el amor propio que jamás habías perdido hasta aquel momento.
Cuando todo eso pasa, ya puedes hablar de lucha.
Pero después pensé (seguía aquel final repiqueteando en mi cabeza)
¿Qué ocurre luego?
Ya has luchado. Da igual el tiempo. Pueden ser meses o puedes haberte convertido en Espartana. En una Espartana mentirosa que se cree sus propias mentiras como que ya la lucha no le importa. Que ya no le pesa la espada. Y sin embargo llevar años a la espera de algo que nunca va a suceder.
Y tú lo sabes, porque se han encargado de que lo sepas y porque tonta nunca fuiste.
Y los demás lo saben, mientras te observan defender lo indefendible.
Mientras te dicen que no vale tanto y tú piensas, claro que no, vale mucho más.
Luego te das cuenta de que mucho más ha supuesto demasiado.
Después de la lucha, me pregunté ¿Habría que hablar de la victoria, o de la derrota, o de la muerte o de la supervivencia?
Y me dije, ¿vas a ser superviviente alguna vez de todo esto?
Esa noche tenía en la cabeza ciento veinte cosas y ninguna a la vez. Creo que lo llaman saturación. Creo que el dolor o la decepción o el simple cansancio son síntomas de esa saturación.
Y no dejaban de sonar aquellas palabras: “El tiempo que considere suficiente para rendirse.”
Yo tan guerrera, tan carácter de mierda, tan de impulsos, tan de pelear no me había planteado eso de rendirme.
Creía que estaba mal.
Creía que rendirse significaba no haber peleado lo suficiente.
Error.
¿Y si rendirse implica haber luchado demasiado?
No sé porque le tenemos tanto miedo a los finales. Y es así, lo tenemos.
Cuando Brick lanza el almohadón y Maggie va a volver a dormir con él se hace un fondo negro y leemos “The End.” Y no lo soporto.
Cuando Cal se sienta en la silla junto a su padre moribundo sabemos que Al Este del Edén termina y también llegará “The End.” Y tampoco lo soporto.
No nos gustan los finales. Podríamos alargar todo porque las cosas buenas tienen que efecto. Dejan ganas de más.
Pero es necesario que acaben para recordar que algún día estuvieron ahí. Si no acabasen, por fuerza mayor acabaríamos nosotros cansándonos o peor aún, mintiéndonos pensando que no nos hemos cansado cuando la única verdad es que nos hemos acabado acostumbrando.
El amor jamás debería ser costumbre.
Jamás debería ser lo malo conocido antes que lo bueno por conocer.
Si yo me rindiese, habría un final.
Y toda historia en la que además las cosas bonitas ni si quiera sé si existieron, y si lo han hecho nunca llegaron a nada, aún con más razón debe de haber un final.
Yo también merezco un crédito al final de esta película y después de tanto empeño.
Yo también merezco descansar.
Todas esas cosas pensaba yo, mientras la guitarra sonaba.
Vuelvo a pensar en el chico.
En ese chico intentando merecer un amor, que como bien corrigió el autor surge o no surge. Pero no se trata de merecer nada y mucho menos de suplicar.
Las personas se entregan por aquello que piensan merece la pena.
Reciben a cambio. O no. Es una lotería.
Pero si no estas recibiendo nada.
Hay muchas formas de no recibir nada.
Conozco a quién es un clavo ardiendo a las tres de la mañana.
Conozco a quien es un mensaje de texto por la noche y una huida en la mañana para compartir la vergüenza de ser la chica que engaña a otro pobre ingenuo y el chico que huye y luego encima habla de amor.
Conozco mi propio caso, ser la melena larga en una barra de bar para que jueguen con ella y conmigo.
Hay más.
Y todas son la misma mierda.
Y si recibiendo esa mierda sigues sentado porque merece la pena, acaba pasando eso, que quién realmente merece y además da pena eres tú y el resto que se compadece de tus intentos vanos hasta que no te queda otra que levantarte, darte una palmadita en la espalda y decirte a ti mismo: Ya esta bien.
Te puedes levantar del banco donde estabas sentado esperando de muchas maneras.
Un día porque sí.
Una noche porque no.
O como yo, en un recital donde la cruda realidad decide venir a hacer un brindis contigo en forma de introducción a una canción.
Tiene gracia que sucediese así.
La chica enamorada de Madrid.
La chica que amaba los tejados desde que escuchó a Joaquín.
La chica perdida que piensa que los bares del centro son la mejor forma de buscarse aunque no te encuentres nunca.
Tubo que entenderlo allí. En Madrid. De noche y en el centro.
Que maravillosamente irónica es la vida a veces.
Yo que tanto me había repetido y jurado y perjurado que ya no sentía hasta creérmelo.
En la calle Libertad, decidí concederme la mía de una vez por todas.
Espero que el chico de la historia consiguiese a la chica asustada.
Espero que ella se diese cuenta de que alguien que te considera una batalla digna de lidiar es merecedor de confiar un corazón por muy roto que venga de otras manos.
Espero, que si nada de eso ocurrió, el chico se sintiese orgulloso y preparado para entregarse con el mismo ímpetu y el mismo amor en futuras guerras.
Yo, he considerado desde aquél café, mi tiempo suficiente (y sabemos que ni a Escarlata ni a mi nos gusta esa palabra).
Pero sí. Me rindo.
Hay una dignidad en eso de rendirse que antes no conocía.
Hay una lucha detrás y no debemos arrepentirnos de ninguna.
Me rindo.
Asumo.
Y firmo mi renuncia.

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