ETÉREO
Nada de esto está bien editado. Sinceramente tampoco me importa.
Nunca di clases de edición. Nunca di clases de muchas cosas, cómo por ejemplo, de qué hacer con el vacío cuando lo llena todo.
Pero como sucede con el dolor, que llega y arrasa de manera desordenada y sin aviso, dejo aquí, en mi refugio (eso para mí es este espacio que comparto con quién lo conozca y quiera leer) mi duelo.
Mi duelo con el amor, mi duelo con la muerte y mi duelo con la vida en general.
Todo queda plasmado aquí desde que me decidí a abrirlo.
Y como solo sé vomitar palabras, voy a permitirme seguir vomitandolas sin ningun fin más que el propio vomito.
Yo creo que después de tanto dolor el
corazón se para.
A ver como hacemos con la grieta que se
apodera de todo, desde el esófago hasta las entrañas.
Tengo la necesidad de preguntarte que
tenía que hacer.
Cómo me preparaba para tu ausencia si es
que eso es posible, de que manera sigue una después.
Y no pude. Tampoco quise. Porque íbamos a
luchar y tu tenías esa capacidad tan única de convencer al resto de que todo,
incluso esto, era posible.
Ni un desastre natural tan terrorífico
como el tsunami o el tifón dejan unas ruinas tan en carne viva como esta
masacre de tu partida.
Yo ya sé lo que dirías.
Sé la manera de vivir homenajeándote,
Conozco cómo deben hacerse las cosas para
que tú estés feliz allí desde donde me acompañas y sigues mis pasos, tan
frágiles ahora.
Pero me pesa todo tanto que resbalo con
el barro por el que arrastro unos pies que vayan donde vayan no te encuentran.
Invades cada surco de mi memoria con una
risa alta de carcajada libre por la que yo te podía reconocer.
Un levantar de ceja cuando te camelabas a
cualquiera.
Rebañabas el aire con ese instinto feroz
de supervivencia. Te encantaba la vida.
No podré salir ilesa de ciertos versos ni
canciones nunca más; igual que no pudimos salir ilesos de esta hostia.
Todo absolutamente todo me recuerda a tu
sombra y la mía corriendo Madrid,
Devorando el verano,
Camino, carretera y manta.
Te suplico que vuelvas desde que me
acuesto hasta que llega la noche y entonces lloro pequeñita y asustada y
enfadada.
Perdóname. Me cuesta entender que mi
deseo se ahoga por dentro como si el aire lo borrase.
Estas cartas se visten de luto,
acaríciame una vez más.
Una semana es el tiempo que dura escuchar
una canción favorita hasta que deja de serlo.
Es el tiempo de una dieta.
Es el tiempo de algunos amores.
Pero no. No tendría jamás que ser el
tiempo de un adiós.
Siete días para un abrazo y un beso en la
mejilla de buenas noches y correr a tumbarme en una sala de espera a esperar.
Esperar a que se te parase el corazón.
Que se te parase el corazón.
Esa fue la noche más larga de todos los
años de mi vida y de los que vendrán.
Se me han quedado sensaciones,
sentimientos, el amor incluso muerto entre tus brazos aquel quince de
Noviembre.
Me he quemado contigo. Soy un cuerpo que
camina y mi alma se dio por vencida en la habitación tres cero tres.
No volvimos a salir de allí. Ni tú. Ni
yo.
Que poco hablamos del dolor. Pensaba que
la poesía era dolor.
Pensaba que la herramienta de comunicar
la pena era la poesía.
Pensaba que la pena era poesía.
Ahora la poesía no existe porque tu dejas
de respirar y entonces dónde están los versos.
La música.
La vida.
De este túnel negro no se sale con papel
ni lápiz y al final de la oscuridad estará la luz pero no tus ojos.
Ahora tengo alfileres de metal, un collar
de angustia, trescientos kilos de hiel y el sonido de tu voz clavados debajo de
la piel.
Clavado.
Ojalá el tiempo curase las heridas.
Pero esta herida no va a traerte de
vuelta.
¿Qué cojones me importa a mi el tiempo?
Algo tan impuntual como siete días para
acostumbrarme a que te vas.
Algo tan impuntual y tan hijo de puta
como siete días para decir: te quiero
Algo tan impuntual, hijo de puta y
descarnado como siete días para meterte en una caja.
Algo tan absurdo como siete días para que
abrazar polvo sea abrazar.
No quiero volver a entender el dolor
después de esto.
Después de esto, no puedo volver a
entender ya nada.
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