Las Horas, Charo y El Park.














Cuando estuve en Nueva York estudiaba Film & Theatre.
Pasé unos seis meses allí.
Viví muchas cosas allí. Descubrí otras muchas también.

Elegí, aunque no tenía porqué, tomar un curso que enseguida llamó mi atención. Tuve la necesidad de hacerlo.
No me lo requerían como asignaturas de esas que llaman obligatorias. Pero como si una corriente de esas marinas que todo el mundo dice que son tan fuertes me llevase hasta allí, sentí desde lo más profundo que quería tomar aquellas clases.

Era un curso intensivo de literatura. Un curso intensivo especializado en Virginia Woolf y su obra.
Ese curso me descubrió un mundo.
Para empezar, allí se gestó mi amor incondicional por una novela en concreto (leímos prácticamente toda su obra. La analizábamos en profundidad, hacíamos trabajos y ensayos bastante largos y complicados y debates interesantísimos en clase.) La manera de estudiar el arte en todas sus formas allí siempre me pareció mucho más completo que por ejemplo aquí.
En España no le damos esa importancia. Al menos no en la educación.

Recuerdo irme por las tardes en los descansos de la universidad a la hora de comer a una cafetería que me gustaba especialmente.
Iba cargada con un centenar de hojas porque yo necesitaba leer en papel aunque lo tuviésemos online.
Yo necesito el contacto con el folio y el lápiz. Es una especie de ritual amoroso en el que las palabras me nutren y siento que las acaricio y que el autor detrás de esas palabras se sienta cerca de mi. La soledad es diferente cuando puedo tocar y oler las hojas.
Recuerdo mi cazadora vaquera, el pelo suelto con trenzas mal hechas aleatoriamente en la melena que por aquel entonces era largo, los jerséis anchos con las mangas tapando mis muñecas, los anillos y mis folios.
Me pedía para comer “A hungry man”.

Efectivamente era un plato para hambrientos.
Mi amiga A siempre alucinaba conmigo. Decía que tenía un metabolismo portentoso porque cualquier ser humano que pudiese meterse eso entre pecho y espalda estaba condenado a ir directo a urgencias.
Y el tema hospitales allí no mola nada.
Pero ya sabéis, Yo siempre walking on the wild side … (Las bromitas malas y yo también nos llevamos genial)

La cuestión es que el famoso hungry man consistía en tortitas con chocolate, huevos revueltos, una especie de maíz dulce y carne crujiente y dos tipos de salsas diferentes.
Todo en un mismo plato que tenía las dimensiones (y os prometo que no exagero) de dos cabezas juntas.

Mi ex siempre me decía que yo comía más que un ejercito ruso.
Es curioso de las cosas que después de años uno recuerda.
De C, yo recuerdo eso, y también como me llamaba siempre “Mi niña” y “Bichejo”.
Y son recuerdos que agradezco. Me alegro de que mi memoria, si es que alguna vez ha sido selectiva, se haya quedado en especial, entre miles de otras cosas, con esas.

La cuestión es que con mi platazo gigante solo apto para valientes, mis anillos, jerséis anchos y mi estuche lleno de lápices y bolis, sacaba el tocho de hojas enormes que pesaba un quintal y comenzaba a leer y escribir para luego ir a clase, debatir y analizar.

Ese tocho de hojas, en concreto ese, o al menos del que quiero hablar hoy, era la novela “Mrs Dalloway” de V. Woolf.

Hubo muchas que me gustaron y todas tienen algo profundamente especial.
Para mi, en NY, Virginia Woolf adquirió un significado singular.
Pude descubrirla.

Sin embargo esa novela… esa novela me dejó marcada.

“La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores”

Es la primera línea que da comienzo al libro.
La señora Dalloway, Virginia y yo, desde entonces tenemos un lazo muy especial.
Hay sentimientos que todavía no sé cómo se expresan en palabras.
Me puedo acercar, abordarlos con la mayor proximidad posible, pero nunca consigo plasmarlos como los siento.

Por eso los sentimientos son tan únicos.
Quiero decir, por eso el ser humano es tan especial. Porque podemos sentir y procesarlos y amarrarnos muy fuerte a ellos.
Y por eso la literatura es tan importante.
Porque es el único medio por el que podemos aproximarnos.
El único puente que nos permite rozarlos, aunque nunca desentrañarlos y plasmarlos con la exactitud que merecen.
Ambas cosas son en cierta manera un privilegio y en cierta manera únicas.

No sé cómo nunca antes le había dedicado un espacio a esta novela.
Supongo que en la vida nos van marcando la piel y el corazón diferentes cosas pero mientras, seguimos viviendo. Y en la vorágine del día a día, no aludimos a ellas tan frecuentemente pero siempre van en nuestra maleta.
O quizás más bien en uno de nuestros ventrículos.

Lo que sí observo es que si algo lo hemos guardado bien, si algo es significativo de verdad, entonces, volvemos.
Cada poco o cada mucho o cada millones. Por un tiempo largo, corto o indefinido. Pero volvemos.

Me explico.
Hace muchos años, yo todavía era niña, Mamá me puso una película en el sofá azul de la antigua casa mientras papá andaba por ahí haciendo algo de trabajo en su despacho.
Las dos con el pijamita puesto vimos “Las horas”.
Esta película debo deciros si no lo he mencionado antes que es una obra maestra.
Recuerdo acabar llorando con la peli.
También recuerdo que tuve que explicarle una de las partes más significativas de la película a Mamá que ella no había entendido.
Y recuerdo que me dijo, que por cosas así, supo siempre que acabaría dedicándome a esto. Al cine, o a interpretar o al arte…

Ahí se quedó la peli.
Esa fue mi primera toma de contacto.

La peli trata de la obra de Virginia Woolf y trata precisamente de “Mrs Dalloway”.
Trata de tres mujeres y trata de la vida y de la muerte.
Pero yo todavía era muy pequeña para muchas de las cosas que trata.
Eso sí, en mi sensibilidad de criatura aún inocente, supe que trataba de contarme cosas que en un futuro significarían algo y resultarían importantes para mi.
Supongo que por eso llore, aún sin saber muy bien los motivos.

Esa peli siempre ha estado en mi lista de imprescindibles y favoritas.
También os diré que me he dado cuenta, definitivamente, de que no puedo contestar con sinceridad cuando me preguntan por mi película favorita o libro favorito o cosas así.
Me he dado cuenta de que es imposible.
Porque sé mucho de cine y de literatura y me han fascinado tantas cosas, he sentido emociones inexplicables con tanto, que me parece absolutamente inviable tener una lista de “top X”
No la quiero tener.

Antes, me parecía que todo el mundo tenía una lista de cosas favoritas y que a lo mejor es que había que tenerla.
Yo la tengo, pero cambia a veces.
Y con esto quiero decir, que tengo casi infinitas opciones de favoritos y me he dado cuenta de que cuando digo que cambian, hablo de que yo también lo hago.
Y mi estado anímico y mis reflexiones frente a la vida o la muerte o el amor o las personas, varían.
Tengo momentos de éxtasis, otros de normalidad y otros de profunda tristeza.
Y para cada uno, podría hacer una selección diferente de elementos en esas listas de favoritos.

Así que no. Me niego a tener un top de algo.
En mi opinión lo más bonito es comprender que aquello que la gente considera sus “favoritos” son para mi elementos con los que conectaste de una manera inexplicable en un momento de tu vida y ahora son acompañamientos en esa maleta a la que yo llamo ventrílocuo y no siempre los recuerdas, no siempre los recomiendas, no siempre los enumeras cuando haces una lista…
Pero siempre encuentras un momento para volver a ellos.

Bueno, pues “Las horas” me acompañó desde entonces.
Fue ahí cuando también tuve mi primer contacto con Virginia Woolf, que como tantas otras mujeres de vidas algo complicadas y sobretodo mundos internos complicados, llamaron mi atención al instante.
Investigué sobre ella y sobre su vida.
Pero nunca la leí.
No, hasta que llegue a NY.

Y entonces aquel curso y esa necesidad de entrar por aquella puerta, sentarme en el pupitre y descubrir.

Y precisamente fue cuando leí Mrs Dalloway cuando entendí muchas más cosas.
No solo de aquella película que siempre me acompañó, sino del mundo.

Hoy, escribo esto después de haber vuelto a ver la peli.
Y en mi ordenador a la par, suena una lista de reproducción especial a la que yo he llamado “Virginia Woolf”.
Es música clásica maravillosa compuesta por Max Richter y cada composición está basada en una de sus novelas.
Os la recomiendo a todos.

Pero lo que trato de decir – como me pasa habitualmente vengo con infinitas sensaciones, ideas y emociones que me gustaría trasladaros y no lo consigo nunca. O al menos no en orden y desde luego no como sonaban en mi cabeza – pero bueno, creo que lo que quiero decir es que el cuerpo es sabio.

Supongo que cuando algo verdaderamente te marca, aleatoriamente en momentos vitales, de repente tu cuerpecito (y supongo que es el cuerpo entero porque no sabría deciros en este caso si es cabeza o corazón asique me gusta pensar que aquí se ponen de acuerdo) te pide volver a aquellas cosas que en un momento dado, te mordieron la piel para siempre.

Estaba en mi cuarto. Había estado haciendo otras cosas que nada tienen que ver con Virginia Woolf cuando de repente, de la nada, ha irrumpido un “antojo” por todo mi cuerpo.
Y era ponerme la película de “Las horas”.

Si le buscamos una explicación racional sería algo así como el mood general de mi semana o el general de lo que los acontecimientos recientes han producido en mi.
Las reflexiones y la montaña rusa de la que nunca consigo escapar porque mi psiquismo (como dice mi psicóloga) es en sí una montaña rusa y debo aceptarla.
Otra explicación racional es que además de acompañar a ese mood ciertamente melancólico de estas semanas, es una película que da unas lecciones vitales imprescindibles.

Buah que coño, omitid eso.
Odio hablar de lecciones. Uno, por lo que implica esa palabra. Aleccionar…buagg
Y dos, porque no. No da ninguna lección.
Lo que trato de decir es que profundiza en cosas vitales y además, hace algo que siempre he amado en el cine y es cuando te sueltan cuatro o diez frases en diferentes escenas que te pegan una hostia tremenda. Así literal.
Una hostia tremendamente maravillosa que puede ser doliente pero la repetirías mil veces y te la quieres grabar eternamente dentro del puñetero cerebro, del corazón y de la sangre.

Sobra decir llegados a este punto que es una película con la que siempre lloro a moco tendido.
Es una película con la que se comprenden muchas cosas. Muchas cosas de uno mismo también. De ser. De ser.
Que importante eso de SER. ¿verdad? Al menos a mi me lo parece.

Me han entrado unas ganas tremendas de releer Mrs Dalloway.
Puede que mañana lo haga.

No sé chicos…
Tengo la sensación de que ahora mismo vengo aquí sin saber muy bien qué quiero contar y desde luego creo que nunca acabo contando nada.
O, a lo mejor sí, para quienes me sepáis entender.

Estoy con muchas cosas en la cabeza.
Me planteo bastantes cambios (cosas que no quiero ponerme a escribir aquí ahora. Tampoco quiero pasarme con la intensidad. De no escribir nada a meteros aquí ocho paginas del tiri..)

También estoy muy centrada en buscar un currillo.
No de por vida ni nada así.
Como decía Stanislavski, yo sé que mi vida la dedicaré al arte, a pesar de que probablemente pase mucha hambre…
Pero también quiero un cierto colchón económico que me de independencia.

¡Tachán! Primera sorpresa verdad? Pensabais que iba a decir seguridad a que si? Pues no.
Independencia.

Quiero un mínimo colchón mientras mi sector se va recuperando para gestionar poco a poco mi vida con mayor autoridad.
Y sí, eso incluye en un momento dado algo que necesito mucho, mi propio apartamento y comenzar a encauzar mi vida y tomar mis propias decisiones sin ningún tipo de condicionante.

Y por desgracia o por fortuna, el dinero, da eso.
No entraré en lo de la felicidad y tal, porque me da mucha pereza debatir clichés y porque daría para otra entrada gigante lo de contaros mi opinión.
Pero no. No creo que el dinero de la felicidad. Cien por cien no.
También os digo que como decía mi amado Groucho Marx, por supuestísimo que ayuda.

En concreto él decía algo así como:
“Hay millones de cosas más importantes que el dinero y que son las que dan la felicidad joder. El único problema es que son extremadamente caras.”

Papá y yo siempre teníamos a Groucho y a Woody Allen muy presentes.
El humor ante la vida y el ingenio.
Cuantísimo echo de menos a papá.
Eso es lo que nunca conseguiré, ni siquiera rozar, expresar con palabras.
Me es imposible.

Bueno, cambiando de tema…
En esta época me he visto pateando Madrid con el moño y las converse y el CV.
Mis amigas con sus curros, sus empresas, sus manicuras y sus mechas impolutas y yo con un moño, mi melena negra sin ningún tipo de tintes ni cosas de esas, mis converse destartaladas y el CV en la mano… La artista del grupo tenía que ser claro.

Son tiempos difíciles para buscarse un curro aunque sea temporal.
Para ir ganando un dinerillo mientras todo lo demás vuelve a su cauce.

Quiero decir, el ver de cerca la realidad en la que estamos actualmente es duro.

Y no os voy a mentir, hay momentos jodidos cuando me he visto caminando sin rumbo por la ciudad con la música muy alta y el piti encendido pensando:

me encuentro perdida y no hablo precisamente de la ubicación.

Entiendo que también implica una cierta madurez de la que estoy orgullosa.
Observar que mis prioridades no son si este verano estaré morena o no, si bajaré a la playa o si montaré en barquito o en patinete…
No me malinterpretéis eh, que ojalá todos tengáis un verano estupendo…
Pero quiero decir, nadie me obliga a estar en Julio con CV en la mano, de sitio en sitio.
Es una cuestión de prioridad y decisión.
De elegir las prioridades reales aunque a veces no sean las más cómodas.

Y creo que sobretodo es una cuestión de ir dejando de huir poco a poco.
Porque yo siempre he sido una buena experta en huidas.

Hace poco leí algo así como que el aprendizaje se nota en ese instante en el que ya no huyes.
Rollo que no vale decir – Disculpe señor, esta ración de vida esta completamente cruda – (Y os juro que ganas no me han faltado)
Si la vida tiene que dar una hostia no vale quitar la cara. Trampa.

Me encantó leer aquello.
Y me ha encantado darme cuenta de que ando rondando ese punto.
Y hostias me he llevado eh, joder, tengo la cara desfigurada casi.
Pero tal vez ya no quito la mejilla.

Y cuando me veo afrontando momentos de mierda. Con mis converse desgastadas, mi pelo en un moño jodidamente mal hecho, mis gafas de sol, mi cigarro y mi riñonera (de perrofa o kinki como me llaman mis amigas) los currículos en la mano, cansada de caminar y sin saber muy bien a dónde me dirijo; pues coño, a veces, dentro de la angustia pienso: esto es dejar de huir. Y no está mal.

¿Sabéis algo gracioso? A veces, cuando estoy en esas situaciones me siento un poco la “prota” de una peli que todavía nadie conoce porque es la mía.
Nuca os pasa? Que cuando estáis en una situación determinada y habitualmente cuando no es una situación especialmente cojonuda os sentís el héroe o heroína de una peli en la que la escena que se está representando es la del punto de giro. Esa en la que el prota está en uno de sus peores momentos pero remontará… que para algo es el prota coño.

Me pasa últimamente muchísimo mientras ando perdida por las calles de Madrid.

Eso, y Charo.

Charo también me pasa mucho.

Cuando digo Charo hablo de la canción de Quique.

Quique González para los que no le conozcáis.

No es mi canción favorita de él. Pero ya os he dicho, que me he dado cuenta de que en realidad no existe lo de favoritos o desde luego no va conmigo.
Y este sería un buen ejemplo.

Yo tengo asociado a Quique con García Montero y por tanto hay otras canciones que os diría antes.
Sin embargo, actualmente, puede que por lo que os he comentado del mood, lo único coherente sería reconocer que la que más escucho es Charo.

Y la verdad creo que es precisamente por eso de cómo me siento.

A veces me imagino a Charo.
Quién es Charo.
Cómo es Charo.

Yo creo que Charo no es ni mucho menos una tía de esas súper guapas, híper alta con la vida de ensueño.

Charo trabaja en el Shadows, ahuyenta a los gallos y escucha a los Kinks.

Charo reclama que – claro, te acuerdas de mi por fin.

Y en definitivas, he pensado en llamarte mil veces, ya sabes que sí.

No sé. Pero, joder, a mi me parece que Charo tiene que tener la vida patas arriba ¿no?

Y tal vez, puede que sea porque el nombre de Charo siempre me gustó. Y me gustó mucho más después de la canción.

O puede que sea porque últimamente cuando paso por el karaoke debajo de mi casa que se llama Central Park y revolotea la idea en mi cabeza sobre currar allí al menos un tiempo – pienso,


Trabajo en el Park, ahuyento a los gallos y escucho a Lou Reed….


Nos leemos pronto,

L.






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